La romería del amor

La romería del amor


I

Declinaba la tarde lentamente.
El sol enrojecido transponía
las cumbres solitarias del Poniente
tras un radiante y bochornoso día
de sol sin nubes y de siesta ardiente.

A medida que el astro moribundo
sola dejaba la extensión del mundo,
la tierra, adormecida
de la pereza en el sopor profundo,
resucitaba espléndida a la vida;
y cual mujer hermosa
que de los sueños de enervante siesta
despierta triste, de vivir ansiosa,
y se dispone a la nocturna fiesta;
así Naturaleza despertando
del hondo sueño incubador del día
empezaba a moverse, preludiando
la inmensa rumorosa sinfonía
de una noche serena
de brisas mansas y de luna llena.

La tarde se moría,
y a medida que el fuego se apagaba
del sol fecundador, que ya se hundía,
el monte melodioso se animaba,
la vega se reía,
se cargaban los aires de rumores,
y temblaban las hojas de alegría,
y en la atmósfera azul, rica en fulgores,
la luz crepuscular se derretía...
¡Solo la de la tarde hay en el mundo
que se pueda llamar bella agonía!

El campo abrió sus pomas,
y en las alas del céfiro movido,
subieron y bajaron de las lomas
y entraron por las puertas del sentido
riquísimos aromas
de ya agostada manzanilla enana,
rosillas de gavanzos,
toronjil, hierbabuena y mejorana,
madreselva, poleos y mastranzos...

Innominada pajarita albina
entonó su cantata vespertina
posada en los pimpollos del saúco,
arrulló la paloma montesina,
chilló el abejaruco
clavado en la verruga de la encina,
la atmósfera caliente saturaron
de frescas humedades las riberas,
las mieses ondearon,
gimieron las choperas...
y todo el gran paisaje
teñido del misterio de la hora,
moviendo el verde mar de su follaje,
inició la canción susurradora
que canta por las tardes su oleaje.

Las sombras del crepúsculo amoroso,
velos de muerte de la tarde quieta,
cayeron sobre el valle misterioso,
cayeron sobre el alma del poeta...

Y del dulce, del grato
seno profundo de la oscura fronda
de fresnos y mimbrales del regato,
romántica, alta y honda,
purísima y vibrante,
bizarra, magistral, insinuante,
más cargada que nunca de dulzura,
más henchida que nunca de armonía,
más llena de frescura,
más rica en poesía,
más intensa y sonora,
más que nunca feliz, más habladora,
surgió la incomparable,
surgió la peregrina
primorosa canción inimitable
que brota de la lengua cristalina
del pájaro cantor de los cantores,
cuando sabe que escucha sus primores
en la rama vecina
una enferma de fiebre incubadora
que extática reposa sobre el nido
donde el hondo misterio se elabora...
¡Sólo estando en amores
saben cantar así los ruiseñores!


II

El riente lucero vespertino,
y el hijo del crepúsculo y del día,
ya en el cielo lucía
circundado de un nimbo diamantino.

Delante de la ermita un valle había,
y en él alegremente
bailaba todavía
gran multitud de campesina gente.
¡Sones de tamboril, toques sentidos
de la gaita dulcísima caídos,
alegre repicar de castañuelas!...
¡Qué bien debéis sonar en los oídos
de todas las mozuelas!

Tocó a su fin la alegre romería;
y tomando caminos y senderos,
se dispersó con loca algarabía
la feliz multitud de los romeros.

Mansa luna redonda,
surgiendo del perfil del horizonte,
tiñó de blanco la movida fronda,
y una dulzura honda
se derramó por la extensión del monte.

La alegre juventud, con sus cantares,
llenó los encinares,
y en amantes parejas separados
caminaban por valles y cañadas,
ellos enamorados
y ellas enamoradas...

¡Dichosos ellos y dichosas ellas
que unirse saben y decirse amores
debajo de una bóveda de estrellas
y encima de una sábana de flores!

Solo el pobre poeta, el visionario,
el hongo de los valles de la aldea,
por los cuales pasea
un dolor siempre igual y siempre vario,
no tiene un alma amiga,
un alma de mujer hermosa y pura
que por él sienta amor y se lo diga
con la voz empañada de ternura.

La luz de plata de la luna llena,
tibia, elegíaca, mística y serena,
llenaba el mundo de apacible calma:
la sangre hervía, se quejaba el alma,
y el pobre rimador lloró de pena.

¿De qué le servirán al visionario
los sueños de la loca fantasía
si al tomar de la alegre romería
nadie más que él camina solitario,
mendigo de amor y la alegría?

¿Qué le vale la musa soñadora
que le inspira sutiles creaciones?
¿Qué le vale la cítara sonora,
si sus vagas románticas canciones
son errabundas melodías muertas
cuyo ritmo ideal, desvanecido,
no llega enamorado ante las puertas
de amante corazón y amante oído?

¡Qué artificio tan ruin le parecían
sus doradas cantatas amorosas,
muertas flores pomposas
con senos de papel que no tenían
polen fecundador ni olor de rosas!

¡Qué falsas vio pasar, qué mentirosas
sus legiones de vírgenes sutiles,
sus engendros de gasas y vapores,
dislocadas bellezas femeninas
que brindaban estériles amores!

¡Cuán pobre poesía,
cuán helada, cuán pálida y vacía
aquella que brotaba
del cerebro genial que la creaba
y en estrofas de mármol la vertía!

¡Oh!, por eso al romántico ingenioso,
aéreo soñador artificioso
de otro vivir enamorado ahora,
le invadió la nostalgia tentadora
del amor fructuoso,
nutrimiento del alma soñadora,
savia pujante del vivir brioso,
el amor que en el monte se reía
y en la ermita rezaba agradecido,
y en el valle bailaba de alegría,
y al fuego del placer enardecido,
en ansias de vivir se derretía...;
un amor fuerte y sano,
tan fecundo en promesas, tan humano
como el que en alas de esperanza ciega
iba cantando por aquel camino
la canción de la vida que se entrega
en los brazos fecundos del destino.

Si aquel amor su espíritu tocara,
sus entrañas de hombre sacudiera
y su mente de artista caldeara,
¡qué rica, qué sincera,
qué llena de vigor su poesía!
¡La helada realidad qué poco fría!
¡Qué sabrosa y feliz la vida fuera!
La música briosa sonaría
de sus nuevas canciones
a murmullos de plática vehemente,
y a fogoso latir de corazones,
y a rítmico alentar de pecho ardiente...

-¡Más, más! ¡Más todavía!
-gimió el poeta con doliente brío-:
¡Seré de una mujer, será ella mía
y aun no seré feliz!... ¡Mas, más, Dios mío!


III

¡El poeta era yo! Sentíme fuerte,
llena mi carne se sintió de vida,
lleno de fe mi corazón inerte,
llena de luz mi mente oscurecida...
¡Me alcé en la tumba y sacudí la muerte!

Y tomando a la ermita abandonada,
ya envuelta en la callada,
tranquila y santa soledad serena
de la noche ideal de luna llena,
ante sus muros me postré de hinojos,
al alto ventanal iluminado
alcé mi corazón, alcé mis ojos
y del fondo del pecho enamorado
me salió esta oración. «¡Virgen bendita!,
no volveré a tu ermita
a rendirte misérrimos cantares,
a poner con los hielos de la mente,
ofrendas de artificio en tus altares,
coronas de oropel sobre tu frente.
¡Volveré cuando traiga de la mano,
para rendirlo ante tus pies de hinojos,
un angelino humano
que tenga azules, como tú, los ojos!...»

José María Gabriel y Galán (1.870 - 1.905)
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